Este verano no ha sido glorioso, pero Agosto fue especialmente un mal mes: Más tonto de lo habitual, con un punto agónico demasiado pronunciado y salpicado de unos cuantos excesos a medio camino entre ambos, y créanme que cuando hablo de excesos lo son hasta sus últimas consecuencias.
Llegó septiembre como agua de
El caso, ya empezamos, es que a principios de septiembre, una noche había salido a tomar unas cervezas con una pareja de amigos (Besos al matrimonio Crisulain), éstos de carne y hueso, me consta. La tarde-noche fue muy agradable, bebimos unas cuantas Guinnes, yo compré un billete de lotería (mi primera vez, mamá) y entre una cosa y otra se fue cada uno a su casa habiendo pasado la tarde/noche de 8/10 en la escala de entretenimiento de Torrebruno, que no es precisamente poco.
Al día siguiente, sábado, madrugué y a las 8 de la mañana ya estaba planeando barbaridades amancebadas, leyendo la prensa y ordenando papeles de colores con el número 500 escrito encima, estos últimos especialmente imaginarios porque hace que no veo uno más de 7 años. Una mañana agradable.
Con cierto hambre, porque "antes" no desayunaba y también la cena del día anterior me la había saltado, me preparé la comida. Menú: Pechugas de pollo con ensalada. Tiempo de preparación 14 minutos. Dificultad 1/10 en la escala de Idi Amin. Rápido, sabroso y apañado. Bueno, bonito y barato.
Idi Amin, ese hombre de paz amante de la buena cocina hecha con rubias.
Había comido especialmente bien, con apetito y sin mancharme de goterones la camiseta lo cual es un plus, el día estaba siendo tranquilo y productivo, si es que eso se puede decir de las cosas que hago, me quedaba toda la tarde para terminar más amancebados asuntos y por la noche tenía una cena (esta ya no sé si fue imaginaria o no porque no pude comprobarlo). Hay formas bastante peores de pasar un sábado.
Pero al minuto, justo antes de encender un cigarrillo empezó la tangana...
¡Pero qué nausea más rara!, ¡Qué sensación de ahogo!, ¡qué arcadas!, ¡Qué toses!, ¡qué mezcla tan rara de tos y arcada!, ¡qué mal cuerpo! ¿¡Qué me está pasando!?
Apenas me dio tiempo a llevar al baño, abrir la tapa del váter y comenzar a vomitar, a sifón, el delicioso menú que con tanto cariño me había preparado. Venga chorros, chorros y chorrazos, aquello parecía aquel sketch de "The meaning of life" de los Monty Python.
Tras el quinto o el sexto sifonazo, ¡sorpresa!, llega otro pero esta vez color rojo pasión. Como estoy pensando que se me van a salir las tripas por la boca de un momento a otro no me entero de la historia, pero al segundo sifonazo de sangre empiezo a enterarme de algo, aunque intento hacerme el despistado por si cuela.
Al tercero la realidad cae por su propio peso ya que aquello ni es gazpacho ni zumo de tomate, y al cuarto, bien hermoso este último, casi estertor según lo vivía entre la visión de la taza del baño y el intenso sabor a matadero que tenía en mi boca, un escalofrío de miedo recorre de cabo a rabo mis pobres carnes y me digo "Pues esto no es normal, aunque vaya Vd. a saber con esto de la postmodernidad y la internet 2.0".
Hagan Vds. la cuenta en sus casas...
Soltar tu manchita puntual por una indigestión o una mala resaca, tus motitas gargajeras de principios bronquitis y demás notas de color en el rutinario cromatismo de nuestras miasmas, fluidos y deposiciones tiene un pase, se puede decir que hasta alegran la fiesta de la existencia, pero echar medio litro de sangre fresca por la boca no tiene precio.
Así, con pánico inglés, que es igual de pánico que el castizo pero con menos gritos y aspavientos, me siento en una silla, me intento tranquilizar, hago un rápido control de daños (no me duele nada, respiración normal, corazón latino, barba de dos días, ojos cautivadores etc.) y me enciendo un cigarrillo por si acaso, que uno nunca sabe cuándo se va a fumar el último y es mejor prevenir que lamentarse después.
Gentleman inglés, a punto del colapso nervioso, saludando a unas amistades.
En pocos minutos, para que luego digan que la nicotina no sirve para nada, decido que aquello va a ser necesario mirárselo y acudo al hospital para que me peguen un repaso. Cuando me sacaron dos muelas del juicio estuve sangrando por los puntos cuatro días, y aquella otra vez que casi me rompen la nariz de un cabezazo solté mi buen tomate, pero oigan, yo aún no había visto tanta sangre propia abandonarme tan liberalmente e irse a recorrer esos mundos de Dios. Uno se siente muy traicionado y con una mezcla de rencor y abandono muy desagradable, no se lo recomiendo. Hay hasta gente sensible que no logra reponerse y se muere del disgusto.
Me encuentro muy mareado, imagino que por la flojera, el siroco y el espanto, y pido por teléfono un taxi y en pocos minutos me planto en la entrada de emergencias.
Explico mi caso a la señorita, le insisto que no tengo dolor ni molestias de ningún tipo, y como hay cierto ajetreo a esa hora paso a la salita de espera. Saludo al respetable, me siento, me fijo especialmente en un señor mayor con muletas que parece recién resucitado, en una chica que no llego a saber si está a punto de llorar, le duele algo o está histérica y de paso caigo en la cuenta de ese tufo de hospital que tanto me desagrada.
A los cinco minutos me pasan a la consulta de la doctora de guardia y sus dos simpáticas enfermeras, les vuelvo a soltar la historieta y me piden que me quite la camisa y me tumbe en la camilla. Yo me emociono, porque les confieso que es la primera vez que tres señoritas, tan graciosas, tan lozanas y encima con título y trabajo, me piden ese tipo de cosas; desgraciadamente pronto me doy cuenta, pobre de mí, de que sus intenciones van por otro tipo de exploración anatómica que nada tiene que ver con lo lúdico-festivo que yo había imaginado, y que para ellas sólo soy un hombre objeto, pero de otro tipo y además roto. Un disgusto más.
Soñar no es gratuito, la realidad pasa siempre factura.
Me dejo hacer, claro. Me intentan meter una vía por la mano derecha y después de cuatro pinchazos toreros y el aviso de que "tengo que comprar venas en la farmacia" (¡alegría!) pasan a torturarme el brazo izquierdo donde al tercer intento sale un chorrito de sangre, una mariconada dicho vulgarmente, después de mi aventura doméstica. Me ponen dos tiritas enormes que enseguida se manchan de rojo y (más alegría) comienzan a sacar tubos y tubos de zumo amancebado hasta tres, será, digo yo, por si se me ha quedado aún algún litro dentro del cuerpo y vaya a sufrir una agonía innecesaria y cruel. Estas cosas mejor hacerlas rápidas y evitar un sufrimiento gratuito.
¡Todo, todo, todo está en los tebeos!
Me pegan dos pasadas de maquinilla de afeitar en mi moribundo pecho de lobo y me comienzan a colocar electrodos por todo el cuerpo para electrocutarme, pero la máquina se les ha debido estropear y solo salen rayitas y pitiditos. También me toman la tensión. De momento estoy sano como una rosa, una rosa bien roja, pero rosa lozana.
Pasados unos minutos me piden una silla de ruedas (¡qué humillación!) y me pasan otra vez a la sala de espera donde me dejan aparcado en el centro. Descamisado, con el suero gota que te gotea, el catéter manchado de sangre, los agujeros de la mano derecha bien visibles y ya metiéndome en mi papel y empezando a poner carita de enfermo desvalido por aquello de no desentonar con el ambiente, la distinguida concurrencia de la sala parece sorprenderse al volverme a ver entrar de esta guisa y apiadarse de mis desgracias. Creo que incluso algo llegó a pensar "pero qué pobre chico, tan joven y debe estar hecho cisco, y con lo sano que parecía hace cinco minutos. Esto es el Sida, el cáncer o las drogas. No somos nada. El muerto al hoyo y el vivo al bollo", todos menos la chica que sigue allí sentada enredada en sus penas, sus histerias o sus dolores y solamente me mira espantada. A ver si era hipocondriaca la pobrecita...
Por suerte pronto me recogen, porque yo me siento incómodo pareciendo un hombre anuncio de material clínico, y me avisan de que me llevan a ver al especialista pasándome a una salita en penumbra con dos camas vacías donde a los cinco minutos aparece una sombra alargada de la nada y comienza a hacerme preguntas:
-Sí, no, que no, a veces, no mucho, 256, en bodas y bautizos, Manolete, Ulán Bator, no de eso aún no- vienen a ser mis respuestas.
Como yo ya llevo firmados varios documentos, ya no sé si he donado mi cuerpo a la ciencia parda, he vendido mi alma a alguna secta o me van a dar un garrotazo y me van a llevar a la cocina del hospital para hacerme filetes. Ese señor calvo, con tanta prisa, tanta pregunta y vestido formal pero deportivo, no ayuda a tranquilizarme. Es más, que no encienda la luz en ningún momento me parece tan sospechoso que temo que empiece a realizarme tocamientos impropios hasta que los enfermeros entrasen y me informaran que es un pervertido sexual que se les había escapado.
-Bien. De momento vamos a hacerte unas pruebas (¡Ay!) y te vamos a tener unos días en observación (¡Aaaayyyyyy!).
Una vez que te sientan en la silla de ruedas estás vendido y hacen contigo lo que les da la gana y no dejan de meterte agujas y objetos extraños en el cuerpo.
La alegría continúa porque me llevan a hacerme una esofagogastroduodenoscopia (vonito palavro), que no es otra cosa que meterte un endoscopio por la boquita de piñón, y si uno no se queja, llora o logra escaparse, dicen que a veces llegan hasta la próstata con el tubo y luego se vende el video en el mercado negro. La idea no me gusta demasiado, pero como dicen que hay que probar cosas nuevas caigo como un mameluco en las trampas de nuestros dichos populares.
Aquí pueden ver dos modelos de endoscopios.
Yo ya estoy harto de repetir como un paria mi historieta, así que cada vez hago un resumen más rápido de mi percance. El doctor y su sospechosamente sonriente ayudante, me explican lo que me van a hacer, como esos sádicos y torturadores que aumentan el horror de sus víctimas relatándoles paso a paso lo que van a hacerles.
Yo de momento estoy bien sereno. La ayudante me pide que abra la boquita y así sin más, por confiarme, "flush flush flush" me rocía la garganta con un producto que parece Pronto.
-Es un anestésico ligero, es para que no hagas movimientos involuntarios con la garganta durante la prueba.
Bien, pienso yo: ¿Anestesia? ¡Eso es bueno! Pero amigos y amigas, en cuanto la garganta se me duerme y el acto de tragar parece un canto a la impotencia, comienzo a angustiarme como un bellaco. No sólo me angustio sino que técnicamente estoy empezando a sufrir un ataque de pánico, cosa que hago saber a los simpáticos matarifes, y es que por aquel entonces aún creía en la relación honesta médico-paciente y en la solidaridad humanístico-sanitaria. ¡Iluso de mí, pobre desgraciado!
A estos profesionales de la introducción de objetos extraños en el cuerpo humano les parece muy bien que tenga vida interior y siguen a lo suyo despreocupados. Claro, también les he firmado otro documento así que ya me espero terminar trabajando en cualquier prostíbulo de Tailandia, o lo que es peor en alguna empresa de seguros. Pánico les decía y pánico con todas las letras era aquello.
Para continuar esa mañana tan agradable me tumban en la conocida "Posición del mongoloide" y proceden a curiosear a su gusto mis intimidades orgánicas a lo paparazzi.
La famosa "Posición del mongoloide", ideal para esofagogastroduodenoscopias y orgías.
La sonda va entrando, entra bien, sigue entrando, y yo empiezo a sentir violentas arcadas, a babear una mezcla de esputo, baba manchada de sangre negra y a ahogarme. El psicópata y su trastornada ayudante insisten en pedirme que respire, "respira, respira tranquilo, respira" pero por si acaso ella me está agarrando con fuerza y el otro loco está jugando a un videojuego siniestro con una pantallita y mis queridas carnes. Yo no aguanto más y con un buen chorro de baba, que ni entra ni termina de salir, me empiezo a quejar (¡Gñññññ!, ¡Gñññ!) y hago el amago de agarrar el comodísimo avance de la ciencia médica para sacármelo y posteriormente introducírselo a ambos, y sin el "Flush, flush", por sus respectivos orificios anales. Aquí jugamos todos o se rompe la baraja.
Como se dan cuenta de mis intenciones siguen insistiendo con lo de la respiración (-he caído en manos de algún santón hindú, sin duda- pienso atemorizado) y aún el doctor me amenaza cuando intento agarrar el tubo:
-¡Quieto, no lo toques porque te puedes hacer un desgarro si te lo sacas tú, quieto, QUIETO!
La madre que los parió, ¡la madre que los parió a todos!, ¡asesinos!
-Papá, ¡quiero estudiar medicina!
-¡Qué alegría hijo mío! ¿Qué especialidad vas a cursar?, ¿podólogo?, ¿Dermatólogo?, ¿forense?
-¡No, papá! Yo quiero ser gastroenterólogo y dedicarme torturar con tubos y fibra óptica a los pacientes mientras se ahogan ¡JAJAJAJA!
-¡Qué disgusto!, ¡hemos criado un monstruo!
Me extraen lo que me parecen cuatro metros de endoscopio; sale goteando babas y fluidos y me incorporo con la sensación de haber sido violado pero como la garganta comienza a recuperar su sentido y sensibilidad me voy tranquilizando del asalto.
-Esto ya lo decía yo, síndrome de Mallygüay, dos pequeñas ulceraciones... ya...
-¿Lo qué?, ¿gñ?
-Que ahora te llevan a tu habitación.
-¿¿¿???
Y en pocos minutos allí me plantan. La habitación es muy luminosa, demasiado, estoy solo y parece muy confortable. La cama es especialmente cómoda (es de la UCI, según me cuentan luego para levantarme el ánimo) y allí me dejan tumbado mirando el techo, sin poder beber ni agua, ni vino, ni leches.
Hago varias llamadas de teléfono (por favor, por caridad, súbanme algo de ropa, el I-pod y unos mortadelos) y llamo a varios amigos para informarles de dónde estoy, que no sé por cuánto tiempo y que se olviden de cenar conmigo y hasta de volverme a ver porque está claro que van a vender mis órganos (alguno quedará sano) a millonarios suecos y alemanes.
Como soy tan mal enfermo resulto ser buen paciente: Me gusta pasar las enfermedades tranquilo, solo y sin que me mareen demasiado. Pido que por favor no se me visite y que me dejen morir tranquilo en mi miseria.
Ese día pasa rápido. Entre que me siguen sacando sangre (ahí descubro que es para comprobar que no hay indicios de anemia ni más sangrados interiores), que no me dejan beber, que me están metiendo "calmantes gástricos" y que el doctor no me visita hasta la mañana siguiente, yo ya me resigno a ser observado, arrieritos somos y paso el resto del día enfadado con el mundo y con la vida. Por suerte llega la noche.
A la mañana siguiente me despierto alegre, contento y con olor a cochino. Se me informa que ya puedo beber agüita, que me van a poner una dieta de líquidos, que si hago caquitas lo haga saber para comentar su belleza estética, consistencia y color, y que el médico ya pasará a verme. Así me quedo a las ocho de la mañana con una manzanilla, un botellín de agua, sin saber qué tengo y con ganas de salir corriendo.
¡El desayuno de los campeones! Aunque no lo diga era manzanilla y agua.
En esa mañana viene el simpático Herr Doktor, que vestido de uniforme aún parece más calvo, y me informa del posible diagnostico (que les haré saber más tarde) y que (¡ay) me van a tener varios días más porque les he gustado mucho y les gusta observarme y tenerme cerca. Además me informa que según se vea mi desarrollo es posible que me hagan alguna prueba más ("¡Pues vais a tener trifulca como intentéis meterme el endoscopio otra vez, panda de cabrones! -pienso) y que yo me la llevé al rio el día del Aberri Eguna pero tenía marido y era de Herri Batasuna.
A la hora del apoteósico almuerzo se me cae el alma a los pies.
¡Viva la dieta sana y la manzanilla!
Yo no tengo hambre, lo más que tengo es sed y ganas de fumar, pero lo del caldo vegetal y la horrible manzanilla me parece que es ya un cachondeo.
Por si acaso me lo bebo todo, abro mi bella ventana y me enciendo un cilindrín para pasar el disgusto (recuerden: a los hospitales siempre hay que llevar tabaco y, ahora lo sé, un salero). El disgusto no se me pasa, y aunque veo que no soy el único desgraciado que como un fantasma observa el mundo humeando desde su celda, personalmente me siento culpable:
No es sólo la adicción, no es sólo el volver, a mis edades, a tener que practicar mi estilo nicotimómano a escondidas, lo que me revienta es la mezcla entre saltarme a la torera esa prohibición, que considero justa y necesaria en hospitales y cines X, y que posiblemente varios desgraciados con alguna enfermedad grave derivada del tabaco estén en sus habitaciones cerca de la mía.
Por la tarde, a partir de la segunda vampirización, las primeras pastillitas sólidas y el tercer termómetro empiezo a planear un plan de fuga. Pero los enfermeros y enfermeras, que pasan sin llamar como Pedro por su casa (cosa que entiendo pero que me revienta) se me antojan un obstáculo insalvable. Ahí queda varada mi rebeldía y sueños de libertad: En un mar de tubos, extracciones y asquerosas manzanillas. ¡Qué miserable condición humana!
Una enfermera gangosa y bastante poco agraciada me alegra la tarde, ("por lo menos tiene buen corazón la pobrecita, ocupándose de los demás" pienso cayendo en la cuenta de que ya estoy completamente recuperado), con otro enfermero portugués hablo un ratito de comics (Está obsesionado con Sandman de Gaiman pero no conoce ni a Moore, ni a Warren Ellis, ni siquiera a Ibáñez) y una simpática pelirroja y rolliza enfermera me viene a visitar, terminando por alegrarme la noche, hora en la que es completamente necesario fumarse otro pitillo de estraperlo.
Así llegamos al tercer día, el médico no aparece pero por lo menos me quitan el suero (aunque me dejan la vía) y me informan que ya que estoy casi completando las reservas de o+ del hospital yo solo, como premio me van a pasar a dieta sólida y me insisten en el apasionante tema de mis caquitas, que no salen, porque donde no hay ya me dirán...
La merluza era buena, pero sin sal era intragable.
Yo lo primero que hago es ducharme y lamento no tener a mano una maquinilla. Me visto, ensayo en el espejo mi mejor cara de despistado un rato, salgo de mi habitación, recorro disimulando el pasillo y como alma en pena acelero hasta llegar al bar para comprar la prensa.
El catéter me está matando y me encuentro mareado y con pocas ganas de rumba, pero ¡un día es un día y hay que celebrarlo! así que decido respirar aire puro un rato y como pasa con la merluza, que cocinarla sin sal es estropear la comida, el aire puro sin nicotina y alquitrán no vale para nada. Así, en la puerta del centro veo pasar la vida un rato fumando y vuelvo resignado a mi cárcel de amor y fármacos.
La tarde continúa con experimentos culinarios horribles, más extracciones, con el catéter dándome una guerra tremenda y con el experimento frustrado de encender la televisión y darme cuenta de que aún somos elementos incompatibles. En febrero hice ese experimento, pasando todo un día entero viendo todo tipo de programas horribles en la tele y al caer la noche tuve que recurrir a la bebida porque creía que iba a perder el poco seso que me quedaba. Aquello fue horrible. Esas cosas se deben hacer sano, mejor siendo joven, y rápidamente pasarlas al saco de las experiencias desagradables pero necesarias, y continuar con la propia vida.
Por la tarde, con una deliciosa merienda de dos galletas y un café según la receta de Leningrado (Leningrado en 1943, claro) que provocaría revueltas y matanzas si se sirve en Colombia o en Italia, me encontró el médico, cada vez más calvo pero poco a poco más simpático, poniendo caras de asco al tragar esa bazofia. La buena noticia era que posiblemente a la mañana siguiente me dieran el alta y que no parecía que hubiera anemización de la sangre ni hemorragias internas.
-¿Las caquitas que tal están campeón?
-¡Como la familia, en casa señor sacamantecas!
Para celebrar la noticia me fumo otro cilindrín con el ejército de fantasmas asomados en sus respectivas ventanas. Reparo que hay uno, que parece una, pero no logro distinguirlo sin las gafas a mano, que se pasa el día con medio cuerpo fuera de la ventana incinerando cilindrines. Yo a tanto no llego, pero me quedo con las ganas de saber qué historia hay detrás de esos constantes cigarrillos.
Un poco más tarde aparece un dinámico enfermero, con pelo éste pero muy desagradable, y con mucha prisa me informa que "nos vamos a hacer unas pruebas".
-¿q-qué pruebas? pregunto temiéndome otra ración de "postura del mongoloide".
-Unas pruebas de resistencia. Cosa rápida.
-¡Ah, qué bien! ¿Voy asi mismo? (pantuflas, pantalón corto y camiseta)
-Sí, sí, perfecto, vamos, vamos, ¡VAMOS!...
El hijodeputa, esperen que lo repito, el hijodeputa, mete la directa por el pasillo, y yo con la dieta tan sana y las últimas alegrías no sé si empiezo a marearme o qué me pasa pero no le sigo el ritmo. Llegamos a esos montacargas herméticos que tanto me gustan y en los que tan a mi ajo y seguro me siento dentro, y continuamos nuestra maratón privada por todo tipo de pasillos.
Pasamos la entrada de urgencias, una sala de Rayos-X, otra sala de espera, un laboratorio... pienso que eso debe ser la misma prueba de resistencia: Dar vueltas como un idiota por aquellos laberintos persiguiendo a ese cretino con la cabeza dándome vueltas y enseñando mis pantuflas a medio personal médico y a un cuarto de los visitantes y residentes, pero no: Abre una puerta y veo una cinta de correr. Estoy yo para correr, aquí va a haber tangana, pienso enseguida.
Idiotas haciendo pruebas de resistencia hospitalaria.
El enfermero de la sala comenta algo al inepto y discuten, termina con un "Este no es" y el simpático profesional de la salud me vuelve a decir "vamos", recogemos a un señor en zapatillas de deporte y chándal yonki en una sala de espera, recorremos otros cuantos kilómetros juntos a trote y volvemos al montacargas del amor. Yo me estoy encabronando, será que tengo poco aguante, será que tengo ganas de irme a casa, será el café, pero cuando el montacargas se para en mi planta y el imbécil en uniforme me dice que vuelva a mi habitación me corren los demonios por el cuerpo.
-Oiga, ¿qué está pasando? -pregunto.
-Nada, buscaba a otro paciente.
-Yo como paciente me dejo hacer, pero oiga esto no es serio.
-Ya.
Y así me quedo yo, con cara de idiota y con ganas de soltarle un bofetón, más por la mala educación que por la fallida prueba. Y así me he quedado hasta el día de hoy.
Por la noche seguimos con el régimen de alimentos destrozados en la perversa cocina, las extracciones, las pastillitas y las ganas de tener un ordenador portátil. El catéter me está matando, por suerte la simpática enfermera pelirroja, que sigue tan rolliza como lozana, pasa a visitarme, me ve la avería, me dice que tengo un principio de flebitis y que como esa vía está ya inservible y me está haciendo una avería la vamos a quitar, y si dice algo el doctor que diga que se me ha salido sólo el catéter. Yo en ese mismo momento me enamoro de ella y estoy a punto de pedirle su mano en matrimonio, pero no puedo ser rápidamente escapa gritando cuando me arrodillo delante de ella. Triste me tuve que fumar otro pitillo para calmar mi corazón roto.
Así se me estaba poniendo el brazo.
La última mañana fue agónica. Había amanecido lloviendo pero pronto se quedó el resto del día encapotado, húmedo y con esa luz blanca intensa tan desagradable; estaban quemando cerca hierbajos de alguna huerta provocando un tufo a quemado asqueroso y una neblina espesa que lo inundaba todo, el café seguía en su línea, continuaban sacándome sangre y poniéndome termómetros, la cama empezó a pitar regularmente cuando cambiaron las sábanas (antes sólo pitaba al mover sus posiciones, como un camión de basura marcha atrás), nadie sabía por qué pasaba eso, nadie sabía cuándo venía el médico, yo sólo sabía que no sabía nada y cada vez estaba de peor humor.
Yo ya me había vestido y estaba esperando en el pasillo porque me estaba volviendo majareta con los pitiditos y temía agredir a alguien tan cerca de mi prometida libertad, cuando apareció el señor doctor, ya completamente ya calvo, a leerme la cartilla. Para ahorrarles la charla (entre pitiditos) copio y pego:
Los misterios de la biología amancebada desvelados en exclusiva.
Y me dio una lista de "recomendaciones" y varias pastillitas del abuelo cebolleta para integrarme a la vida civil.
¡Qué buena letra tienen ahora los médicos!
Yo, arrebatado por mi recién ganada libertad me vestí y cuando me despedía, sin dejar de correr, de las enfermeras, el doctor sentado a la tecla me avisó que aún me tenía que dar el informe cuyos recortes han podido ver arriba. Pagué mis llamadas de teléfono, me di de alta en recepción, me fume un cigarro y después de esperar otra larga media hora por fin conseguí el informe, agarré el primer taxi que vi ansioso por llegar a casa, a mis libros, a internet y olvidarme de pinchazos, alopecias, violaciones esofagogástricas y pitiditos de los cojones.
Así he pasado este mes con mis pastillitas, haciendo las cinco comidas diarias recetadas de palabra por el médico (que se han quedado en tres y demasiado esfuerzo hago), fumando como un carretero y habiendo empezando a beber café regularmente de nuevo (lo había dejado hace un año, sin mayores motivos). Lo único que sigo sin tomar es la menta, que me encanta pero como el jengibre la tomo de pascuas a ramos, estoy de ley seca sin mayor trauma (posiblemente hasta la quedada con los Señores de colores en diciembre), con gran curiosidad por descubrir cómo pueden soportan la vida la parte abstemia de la humanidad, y hasta estoy haciendo ejercicio, aunque es cierto que ya había empezado antes del siroco...
De todo esto aprendemos que ciertas catarsis y espantos sirven, como los inútiles deseos de año nuevo, para cambiar algunos hábitos durante una breve temporada. Por tanto les recomiendo que si quieren cambiar algunos hábitos de su vida vomiten sangre y verán lo que es bueno.
Eso sí: ¡Qué triste es ser parado y estar herniado!
2 comentarios:
La virgen.
Tal y como usted lo ha contado, esto ha sido como si Berlanga decidiera hacer una adaptación del "Habitos Peligrosos" de Hellblazer con toques de neorrealismo italiano.
Y que existan personas como el enfermero portugués no se si me aterra o me entristece...
Cuidese y procure disfrutar en la quedada con los ajares (sé por experiencia lo gloriosas que son las vueltas al alcohol tras un periodo de abstinencia).
Un abrazo!
Gracias Vladimir.
No diría que ha sido divertido, pero si puedo decir que ha sido enormemente ilustrativa y llena de humor negro toda la aventura.
Lo de la sobriedad es también una experiencia completamente nueva para mí, todo un descubrimiento: El mundo no es ni mejor ni peor, pero no sé, es "como" diferente... Es curiosísimo el lugar donde viven los abstemios permanentemente. Por suerte estos son experimentos vitales (con mucha gaseosa) de los que se puede volver indemne si la cosa se tuerce. Puro turismo. Yo sigo investigando sin mucho esfuerzo para llegar al fondo de la cuestión.
¡Un fuerte abrazo!
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